Hoy me senté de verdad a escribir.

Después de tanto tiempo he tenido la motivación pero sobre todo disciplina (si es que se le puede llamar de esa manera) para sentarme y escribir algo de verdad.

No he perdido la pasión por la escritura, para nada, es más, en estos meses se me ha potenciado ese deseo y espíritu de creación. Por varios motivos no me daba la oportunidad de hacerlo, y ahí cuando digo “darme la oportunidad” es precisa la expresión. Entre tanta la vida que vivimos, las lecciones aprendidas y el tiempo perdido en TikTok e Instagram pues como que no me hacía el favor a mí misma de sentarme y dejarme escribir. Eso cambió en septiembre, cuando empecé la famosa clase de historia que tanto les hablo a mis conocidos cercanos.

Mi profesor de historia es uno interesante, pero no hablaremos de él hoy. Yo quiero hablar de sus deberes, los que me manda cada tiempo para hacer en casa. Él nos manda a escribir reportes cada dos semanas o así. En dichos reportes debemos escribir algo de lo que vimos de clase y una reflexión personal de aquello. Yo al principio no entendía lo que pedía, el primer reporte escrito mío dejó que desear y lo hizo saber el profe. El segundo le gustó más. La razón por la que el segundo le gustó más fue porque escribí sin pensar en entregar algo específico y se lo mandé tal cual. Me felicitó por el ejercicio, me dijo que por fin entendía la dinámica y que continuara con ese ritmo.

Este contexto largo viene a cuento con lo que quiero hablar hoy y ese esto: nos rayamos demasiado cuando creamos cosas. Siempre que me siento en mi escritorio y cojo el teclado para escribir, mi cabeza no cesa de pensar que si lo hago mal, que si no es digno de ser leído, que si no me gusta al final… dudas genuinas que surgen en el proceso creativo. Pero a medida que me dejaba vencer por esas dudas y frustraciones me decepcionaba conmigo misma por quedarme con el estímulo en la cabeza y no actuar acorde a ello.

Este año me tocó trabajar dando un taller de pintura para niños. Yo al verlos tan metidos en sus cuadros me quedaba con esas ganas de también sentarme con ellos y dibujar. Un niño cuando tiene la hoja en blanco hace lo que quiere y no mira al de al lado para comparar lo suyo con el otro, en absoluto, si miran es para copiar una idea o dar sugerencias, pero no critican ni comparan. Tú les ves ahí simplemente dibujando y pintando sus cuadros, a su bola. Al pararme a pensar en esto y contemplarlo, me saltó esa chispa creativa, un deseo de hacer lo mismo que ellos (pero en mi caso con la escritura). Y así llegué aquí nuevamente.

Uno como adulto se mete muchas ideas en la cabeza, se mete dudas y complejos innecesarios. Cuando releía mis entradas del blog no leía con aires pedantes en busca de criticar y machacar a la Adriana que escribió aquello, en absoluto. Me quedé perpleja, estupefacta, anonadada, sin palabras por la sorpresa que me llevaba al ver que genuinamente disfrutaba lo que leía. Y es en esas que me decía “y yo para quién escribo esto?” porque si es para mí lo estaba haciendo bien. Para quién lo haces? Para quién escribes, cantas, pintas, bailas…? Para quién?

No era solamente una cuestión de para quién sino el para qué. Mi profesor de historia diría que esto es una cuestión de ontología. Yo para qué escribo? Qué busco con este blog? Y ahora que me hago la pregunta me he quedado en blanco. Y yo de verdad para qué lo hago? Si respondo esta pregunta de manera honesta diría esto: Para yo tener conciencia de que he dejado una huella interesante de mi vida. No suelo mencionar mi blog a cualquiera, lo veis promocionado en mis redes sociales pero por ver si hay aún interesados en leer blogs (si es así déjamelo saber en insta). Pero cuando me veo confrontada a dar una respuesta a lo que dije anteriormente será esa: para mí. Y creo que como regalo de cumpleaños para mí misma este es uno de los mejores.